Traición

Madrid, a 30 de Septiembre de 2007

Querido Bruno:

Quisiera que no tuvieras que ser partícipe de mi noche de desvelo pero eres, además de sacerdote, mi mejor amigo. Albergo la esperanza de que puedas ayudarme.
Hoy con mis lágrimas hubiera podido apagar el sol. Te escribo desde la habitación donde tantas noches sus suspiros fueron música. Vive en mí el presente de su piel siendo una con la mía. Puedo sentir sus dedos recorriendo cada rincón de mi cuerpo y en los míos conservo el recuerdo suave de su tacto. Revivo cada instante de pasión; sus piernas entrelazando mi espalda mientras se estremecía con ardientes convulsiones de amor. Lamento, amigo, si mis palabras hieren tu candidez sacerdotal.
Celia se marchó esta mañana. No volverá. Pude haberlo imaginado cuando leí aquella carta. Fui indiscreto, lo sé. Jamás debí adentrarme en su mundo recóndito. Lo hice con la curiosidad y el celo del enamorado.
Una pena inmensa ha crecido en mí. Abrazo, envuelto en llanto, aquel retrato. Ella radiante como nunca, como siempre. Yo feliz. Tú, frente a los dos, consagrando nuestra unión. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
Si tu pudieras hablarle, Bruno, tal vez comprenderá. Cuéntale de mi dolor. Dile que sin su amor mi vida son trozos de cristal esparcidos por el suelo.
Me despido entre la angustia y la esperanza. Asomado a la ventana espero que el día me entregue su luz. Sé que me entiendes.
Gracias querido amigo. Tuyo siempre,



Ernesto

Santa Cruz de Mudela, a 7 de Octubre de 2007

Estimado Ernesto:

Recibo tu angustiada carta en mi humilde parroquia. No sé si, después de ésta réplica, habré aliviado tu dolor. Tal vez no. Dios encomienda a los hombres pruebas como ésta. La grandeza del cristiano estriba en aceptar lo que Él dispone. Comprendo, porque amén de sacerdote soy hombre, cómo te sientes. Mas no has de pensar tan solo en ti; quizás lo que tanto hiere tu alma, reconforte la de Celia.
El Señor protege a los siervos que sufren. Sopesa tu dolor y su felicidad. Si tanto lo amas su dicha te hará dichoso.
Ella ya no te ama. Acéptalo con cristiana resignación. Dios, nuestro padre, premiará tu sacrificio. Esto es difícil y duele. Tu sufrimiento no deja de atormentarme.
Tal vez habrás reconocido, en ésta, la letra de aquella carta que hallaste perturbando la intimidad de tu esposa.
También a mí me enloquece la música de sus suspiros y su cuerpo, cada noche, me recuerda que, antes que pastor del Todopoderoso, soy un mortal pecador. Sin embargo no me importará quemarme en las llamas del infierno.
Dios me juzgará. No entraré en el Reino de los Cielos, mas su amor es mi Paraíso.
Ahora sólo me queda esperar que sepas perdonarme.
Adiós Ernesto. Perdóname, perdónanos.


Bruno.

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